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Historia de amor y d´olor

 

“Los indígenas de Nicaragua, cuando deseaban curar la tos, realizaban un rito (especie de ceremonia con una serie de cánticos, movimientos, posturas) a través del cual podían retornar al momento en el que el dios Sébaco había enseñado a los hombres la medicina, como prepararla y administrarla. De este modo y cantando estos cánticos de la historia de ese pueblo, le daban un lugar sublime a la enfermedad, la ponían en un altar; porque algún significado misterioso tendría”.

 

Mientras lee su revista sobre los indígenas de Nicaragua, se detiene antes del próximo sorbo de café. En momentos difíciles como éstos, lo único que la hacía existir. Desde pequeña le había costado, jugar o escribir o lo que sea que se haga para existir. El “Existir” se lo había labrado, trabajando, ganando dinero, luchando en un mundo que con el tiempo se dio cuenta que era de hombres. Gritando y enfandándose y teniendo mucho sexo. Pero en el fondo lo único que la hacía sentir que su vida no era una ilusión, era ese gusto, que podía hasta oler.

 

Intuía que el olor era la antesala del gusto, pero solo lo intuía. Se había aferrado a este olor como a la existencia. En momentos de desesperación como éstos, solía aferrarse con aún más empeño a todo lo que olía. Ésto, era muy poco: el olor a café y el olor a alcohol. El resto se lo imaginaba: imaginaba el olor a pizza y a escremento y a vino. A sal del mar, manzanillas calientes y polvo talco. Digamos, que el olor del mundo era en su mayoría su propio invento y eso le gustaba. Era su íntimo secreto donde nadie entraba con su mirada desaprobatoria.

 

Cuando tenia ocho años su abuelo le había dicho: -no se haga la orgullosa (en su familia nadie tenía ese sentido de realeza). Con su candidez, sus abuelos, no le habían pedido nunca nada más que ésto: “no ser”; entonces ella decidió concedérselo. Cada vez que la violencia del mundo vendría, ella no se defendería sino que no lo olería; se escondería en la vacuidad de la vida; y de este modo podía ser fiel a la promesa a su abuelo de no expresarse tal cuál era, y mitigar los golpes de su padre que desde temprana edad había descargado su falta de habilidades sociales contra lo que más amaba, sus hijas. Cambió amor por “no oler” incluso lo que sí debía oler; y todos le achacaron esa decisión a la Anosmia, una enfermedad poco conocida.

 

La historia del baño del colegio cuando pequeña en la que, por el olor nauseabundo proveniente de las letrinas, ella tenía que demostrar que odiaba ese sitio, como los demás. La incómoda situación cuando alguna dependienta le presentaba algo para que oliera ante su nariz. Y la crónica de ella junto a las cientos de ollas carbonizadas a lo largo de los años.

Recuento de una vida aparentando ser normal.

 

Ni las feromonas cuando ves al ser amado, ni el olor de peligro cuando aparece una que podría quitártelo. La triste y desolada realidad.

No solo que eran indistinguibles sino que eran arbitrarios. Ella no podía escoger cuándo. Venían cuando lo deseaban y se iban con la misma soltura. Distinguirlos nunca, pero por lo menos podía de tanto en tanto y cuando ellos se dignaban a quedarse por el tiempo suficiente, saber que estaban allí.

 

Era un universo solitario: había imágenes de hombres bellos, y enredos pasionales con mucho sufrimiento, eternas preparaciones para veladas romáticas, sexo salvaje con deconocidos; pero no podía oler el amor.

 

Pero también, había subsanado esta carencia con una intuición muy aguda con sueños e imágenes extraños que venían a informarla dormida y despierta de que algo estaba pasando, desde que se le quemaba la comida hasta que estaba por presentarse un problema. Ella olía a manera de imágenes, como una especie de kinestesia o alarma que se despertaba, cuando el olfato no.

 

Y allí estaba, treinta años después cumpliendo esa misma promesa que ya se había integrado a las funciones mecánicas de su propio cuerpo; salvo por el olor del café que se había escapado a esa heredada declaración. Y degustaba lo diminuto de su existencia, diminuto sobre el único olor que le parecía cierto y verdadero.

 

 

No podía oler el amor ni nada; más, le había prometido a su abuelo que no sería una reina ni nada; y apreciaba su mundo íntimo porque lo dominaba exclusivamente; tres hechos que la confinaban a una burbuja, que justo ahora estaba a punto de romperse.

 

Las últimas semanas habían sido de proceso, de atreverse a ver su herida, la más recóndita, la más profunda. La herida de los olores- dolores. La herida que en un futuro la contactaría con la sensación de ser humana y por lo tanto simplemente incompleta, pero en el presente la contactaba con el dolor de dejar de ser ángel y pavorosamente imperfecta.

 

El proceso de encarnación al que se había negado en la voz de su abuelo primero, y en los amores a los que no se había querido comprometer después, o los hijos o creatividades a los que no había querido concebir o aferrarse; se llevaría a cabo de todos modos.

 

¿Se trataba acaso de comenzar a oler?

No, se trataba de retornar al origen.

 

Los indígenas de Nicaragua, sigue leyendo, cuando deseaban curar la tos, realizaban un rito (especie de ceremonia con una serie de cánticos, movimientos, posturas) a través del cual podían retornar al momento en el que el dios Sébaco enseñó a los hombres la medicina, como prepararla y administrarla. De este modo y cantando estos cánticos de la historia le daban un lugar sublime a la enfermedad, la ponían en un altar; porque algún significado misterioso tendría.

 

Así como los aborígenes ella le daría un lugar a esa herida. Porque era tan insoportable, toda la vida había preferido el sexo compulsivo o el cigarrillo a enfrentarla, a pesar de que aquello prometiera la curación. 

 

Atravesar la herida por “ser”, la culpa del pecado original: el único rumbo posible como humana. Si hubiera nacido ángel o espíritu de un muerto (cosa que se había pensado en más de una oportunidad), no tenía que haber vivido este desafío; pero, habiendo nacido humana, entonces le tocaba.

 

¿La escena?: dolor de haber nacido, ella gritando (y hasta recordó el enfado y el entusiasmo).

No es que se acordara, no. Pero en estos momentos en el que uno, no uno cualquiera sino uno especial, le había roto el corazón por incompatibilidad; la fuerza del llanto le traía imágenes del nacimiento e imágenes del presente todas mezcladas superpuestas y difusas; desmembrándola en un rito de iniciación de retorno a su origen. Origen donde hacer las pases con el dolor que desde siempre allí y encerrado; le permitiría el olor.

 

¿Cómo curar el dolor? Destapándolo porque no puede ser más grande que yo y pareciera que debiera.

Y de paso dejarse descansar en el pensamiento que este hombre que amaba con locura y desesperación simplemente le estaba trayendo esa posibilidad, por eso era gigante.

                                                                                          La chica con el cuervo en la cabeza

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